viernes, 1 de agosto de 2025

Nietzsche y la crítica del cristianismo

por Juliana Pensa

Universidad Nacional de Córdoba (UNC)

XVII Congreso Nacional de Filosofía / AFRA / UNIV. NACIONAL DEL LITORAL  / Santa Fe, 4 - 8 de agosto 2015 / 1035-1042


en Hernán Accorinti... [et al.]; compilado por Manuel Berrón; Griselda Parera; María Sol Yuan. 1a ed. - Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral. Facultad de Humanidades y Ciencias, 2017. Libro digital, PDF


Resumen

La crítica del cristianismo en Nietzsche es la crítica de las garantías metafísicoteológicas de la tradición, esto es, la vida común gregariamente normalizada perteneciente a una comunidad arraigada en garantías metafísicas y religiosas. El ataque del filósofo al cristianismo y su moral se fundamenta en que éstos niegan los instintos vitales, y el alcance y sentido de su labor crítica se precisa a través de nociones fundamentales que constituyen dicha crítica, a saber: la compasión, el concepto de Dios, la figura del sacerdote y el ideal ascético.

 

Palabras clave: transvaloración de los valores / ideal ascético / instintos vitales

 

El cristianismo es el heredero legítimo de la transavaloración realizada por el pueblo judío1, el heredero de la rebelión de los esclavos en la moral, dirá Nietzsche; con él, Dios deja ser la pertenencia del pueblo elegido para convertirse en el Dios cosmopolita, pero conserva intactos sus rasgos pálidos, lúgubres, desfallecientes.

El ataque de Nietzsche al cristianismo y su moral se fundamenta en que éstos niegan los instintos vitales, los instintos constitutivos de todo ser humano, y falsifican así, en mor del ocultamiento y represión de aquellos, la imagen del hombre, situándolo como centro y medida de todas las cosas2, y del mundo. Crean, de este modo, un mundo verdadero, un mundo trascendente, un mundo de felicidad, al cual se accede luego de peregrinar y padecer en este, el mundo terrenal.

En el cristianismo pasan a primer plano los instintos de los sometidos y los oprimidos: los estamentos más bajos son los que buscan en él su salvación. Aquí, como ocupación, como medio contra el aburrimiento, se practica la casuística del pecado, la autocrítica, la inquisición de la conciencia; aquí se mantiene constantemente en pié (mediante la oración) el afecto con respecto a un Poderoso, llamado "Dios"; aquí lo más alto es considerado inalcanzable, un don, una "gracia".


Aquí el cuerpo es despreciado, la higiene, rechazada como sensualidad; la Iglesia se defiende de la limpieza (la primera medida cristiana tras la expulsión de los moros fue la clausura de los baños públicos, de los cuales Córdoba poseía, ella sola, 270). Cristiano es cierto sentido de crueldad con respecto a sí mismo y con respecto a otros; el odio a los que piensan de otro modo; la voluntad de perseguir. Representaciones sombrías y excitantes ocupan el primer plano; los estados de ánimo más anhelados, designados con los nombres más altos, son los epileptoides. La dieta es elegida de tal modo que favorezca los fenómenos morbosos y sobreexcite los nervios. Cristiana es la enemistad a muerte contra los señores de la tierra, contra los "aristócratas" - y a la vez una emulación escondida, secreta ( -a ellos se les deja el "cuerpo", se quiere únicamente el "alma"...) Cristiano es el odio al espíritu, al orgullo, al valor, a la libertad, al libertinage del espíritu; cristiano es el odio a los sentidos, a la alegría de los sentidos, a la alegría en cuanto tal... 3.

 

Nietzsche ve en el cristianismo el peligro más grande que acecha a la cultura europea y occidental; a través de sus entramados imaginarios logra conformar un mundo en el cual el animal humano, en su afán de convertirse en hombre, se va moldeando conforme a ciertas estructuras que son contrarias a la naturaleza, contrarias a los instintos de la vida, tarea ésta lograda gracias a un instrumento fundamental, que vendría a ser el bastión mejor disfrazado para subyugar al hombre, a saber, la compasión. Esa compasión, tan cristiana y difundida como virtud 4, no es más que un claro síntoma de debilidad, de depresión, de agotamiento de fuerzas. Nietzsche ve en la compasión a la enfermedad que va en detrimento de una salud ascendente y vigorosa.

En esto reside la denuncia del filósofo: el cristianismo, es decir, la moral de la compasión, es hostil a la vida. ¿Compasión hacia quién? Hacia los desventurados que encontrarán la felicidad eterna en el "más allá", en la "vida verdadera". Allí se manifiesta el oculto odio cristiano, el odio a quien sea capaz de vivir en el mundo presente, único mundo existente, sin reprimir los sentimientos vitales y sin necesidad de un mundo imaginario inventado. Por eso se justifica y tiene sentido la vida miserable, porque en este mundo que no es el verdadero (negación de la vida) sólo se puede sufrir (al suprimir sus instintos más constitutivos inevitablemente el hombre padece, se empobrece), pero como resarcimiento al daño (que en realidad no es visto como tal, es decir, como daño, sino como una especie de suerte, pues esto es lo que lo habilita al sujeto a la "gloria eterna") aguarda una eternidad de felicidad. El cristianismo es el odio a lo natural.

Nietzsche ve también en el concepto cristiano de Dios la piedra de toque de dicha religión y el concepto más corrupto de Dios al que el hombre ha llegado. Porque este Dios es el Dios de los enfermos, de los débiles y es la representación de la nada misma, en tanto implica la voluntad de nada, puesto que todo es la voluntad de Dios. El Dios cristiano es la representación del bien en sí, de lo bueno, de lo verdadero, es lo absoluto.

 

a moral contranatural, es decir, casi toda la moral hasta ahora enseñada, venerada y predicada se dirige, por el contrario, precisamente contra los instintos de la vida, -es una condena, a veces encubierta, a veces ruidosa e insolente, de esos instintos. Al decir "Dios ve el corazón", la moral dice no a los apetitos más bajos y más altos de la vida y considera a Dios enemigo de la vida... El santo en el que Dios tiene su complacencia es el castrado ideal... La vida acaba donde comienza el "reino de Dios... 5.

 

Y también, al respecto, "¡Dios, degenerado a ser la contradicción de la vida, en lugar de ser su transfiguración y su eterno sí! ¡En Dios, declarada la hostilidad a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vida! ¡Dios, fórmula de toda calumnia del "más acá", de toda mentira del "más allá"! ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de nada!..."6.

Por otra parte, encontramos en el análisis nietzscheano del cristianismo una figura fundamental que no puede perderse de vista a la hora de comprender la crítica formulada por el filósofo, a saber, el sacerdote.

 

El sacerdote es el <envenenador de la vida>; el que ha realizado la inversión valorativa. Él ha dado de beber a Eros su veneno letal. Es el inversor, el transvalorador, el artífice del mundo de irrealidad donde se mueven las almas de los creyentes. El sacerdote necesita envenenar la vida; necesita del dolor y del sufrimiento; necesita que la existencia sea insoportable, que no pueda ser sostenida por las fuerzas de lo vital. Para ello ha enfermado al hombre, lo ha domeñado; lo ha vuelto medroso e inseguro. Ha hecho de él el sufriente de la vida. El sacerdote necesita del sufrimiento 7.

 

Anteriormente mencionamos la transvaloración de los valores efectuada por el pueblo judío y encarnizada y profundizada por el cristianismo; pues bien, el ideal por antonomasia de esta transvaloración es el ideal ascético. El ascetismo es, primero, crueldad consigo mismo y, después, crueldad con los demás. Los sacerdotes son personas impotentes y debido a esa impotencia crece en ellos el odio (que se hace manifiesto en dicha crueldad); odio al cuerpo, a las pasiones, a lo vivo, a lo inmediato; son, en palabras de Nietzsche, los máximos odiadores de la historia universal, y el ideal ascético es el ideal sacerdotal.

 

Pues, al mismo tiempo que quiere vivir, no puede querer afirmar lo que es interno a su propia vida: esa parte de sí mismo que le horroriza en la medida en que, por temor, no la puede afirmar como suya y que rechaza como mala, diabólica, externa a él. Así, en el ideal ascético, en lugar de que esta prueba cotidiana, conocida por todo ser vivo, sea vivida con fuerza y serenidad, se vive en el rechazo, el miedo a perder la vida y la incapacidad para vivirla tal como se presenta 8.

 

La cuestión de trasfondo es, ya no la manera en que el sacerdote concibe y lleva adelante su propia vida, sino, más bien, la tarea que éste se atribuye, a saber, la de redimir a los hombres en nombre de la divinidad, porque él es su representante en la tierra, él es el vocero de imperativos trasmundanos. Nietzsche ve en el ideal ascético el mejor instrumento de poder de los sacerdotes, y a su vez éste ideal viene a ser la suprema autorización de tal poder, puesto que, en la creencia general, es Dios quien actúa detrás de los clérigos. Pero ¿en qué radica el "éxito" de dicho ideal sacerdotal? En que a través de él el hombre encuentra una meta, un sentido a su vida.

 

La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la humanidad, -¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta ahora el único sentido; algún sentido es mejor que ningún sentido; (...) el hombre quedaba así salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una hoja al viento, como una pelota del absurdo, del "sin sentido", ahora podía querer algo...9.

 

Al hombre gregario le aterra la soledad, huye de ésta, la sola idea de pensarse dueño y señor de su vida le resulta pavorosa, prefiere, en cambio, hipotecarla bajo presupuestos falsos, y encuentra en el sacerdote el guía perfecto. La moral que imparte el asceta, su forma de valorar, implica un sometimiento directo a una voluntad que no es la propia, implica sumirse en valores que surgen de propiciar una condición de mendicidad del hombre, la cual lo obliga a negar y a avergonzarse de sus características más constitutivas; el cuerpo debe ser negado, es la cárcel del alma, no vivido y experimentado, las pasiones deben aplacarse, ocultarse; el destino propio puesto en manos de otro. Las tres palabras del ideal ascético, encarnadas en el sacerdote y transmitidas al hombre gregario: pobreza, humildad, castidad.

Volvamos ahora, luego de lo expuesto, un paso atrás respecto de lo dicho, en cuanto a los valores. En este sentido resulta muy pertinente rescatar lo que el filósofo dice en el prefacio de Ecce homo. Allí encontramos lo que para Nietzsche es el criterio de los valores, a saber, la verdad que puede arriesgar y soportar un espíritu. Entonces, si los valores supremos son los de la moral cristiana esto quiere decir que los "espíritus" partícipes de dicho modo de vida no quieren arriesgar su verdad, ficticia y artificial, ni soportar la verdad que se halla detrás de aquella. Así mismo, no son culpables de ceguera, sino de pereza, puesto que experimentar en carne propia el sentido profundo de lo que significa "la verdad que puede arriesgar y soportar un espíritu" implica padecer "el aire de las alturas", implica la soledad (tan temida por el hombre de rebaño), aquel largo camino recorrido por Nietzsche antes de la aurora. Pues la vida está compuesta de múltiples colores, de matices, de instantes, de transformaciones, de errores (la moral es un error, una ilusión, una interpretación); no hay un fundamento último, un principio primero. Comprender esto, pudiendo elevarse un momento por encima del proceso, es lograr la autosupresión de la moral. Pero el hombre de la moral, el hombre de la metafísica, prefiere querer la nada a no querer.

Así damos con lo que creemos es un punto de total relevancia en el pensamiento nietzscheano: la necesidad de querer, la necesidad de creer. Y aquí concordamos con la lectura de Alejandro Ocampos, según el cual "la crítica de Nietzsche, pues, está en el desear, en la necesidad de creer, aun cuando sea creer en que no se cree. La propuesta de Nietzsche, la transmutación de los valores, no está en el ser anticristiano o, simplemente agnóstico, sino en dejar esa necesidad y es que el ser agnóstico sólo revalora y ratifica lo poderoso del ideal de Dios y ese ansioso deseo del creer"10. Según Ocampos, el ataque de Nietzsche va más allá de la figura misma de Dios, la referencia es simplemente coyuntural en tanto y en cuanto él (Dios) representa la creencia. De todos modos, es bajo la sombra de Dios donde la modernidad vio ahogados y sepultados sus valores vitales, los cuales "van desde la alegría, hasta la pasión y su negación sólo representa dos cosas: la sumisión a una promesa introyectada a fuerza y fundamentada en el resentimiento o, una pobreza espiritual del hombre y una inferioridad con respecto a sí mismo. La tiranía del logos contra la vitalidad"11.

Todo el empeño de Nietzsche recae, pues, en demostrar el origen contingente y arbitrario que posee la moral y en sustraer los significados morales a la existencia (es decir, mirar el mundo sin concepciones morales ni religiosas), a través de un minucioso trabajo de desenmascaramiento de ilusiones y autoengaños. La moral de la compasión era para Nietzsche el claro desvío de la cultura europea, la última enfermedad, el retroceso de la humanidad. La fatalidad del hombre reside en que ha triunfado como meta final el modelo mediocre de hombre, la humanidad se ha nivelado, se ha reducido a lo más bajo, a lo más manso, a lo más prudente, se le ha arrancado a la existencia todo carácter visceral constitutivo capaz de elevarla a lo más alto.

 

Bibliografía

 

Nietzsche, Friedrich (1996): Sobre verdad y mentira en sentido extramoral,

Madrid, Técnos.

--- (2007): Humano, demasiado humano, Madrid, Akal.

--- (2001): Aurora, Buenos Aires, Edaf.

--- (2001): La gaya ciencia, Madrid, Akal.

--- (2012): Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza.

--- (2013): La genealogía de la moral, Madrid, Alianza.

--- (2007): El Anticristo, Madrid, Alianza.

--- (1992): Así habló Zarathustra, Buenos Aires, Planeta-Agostini.

--- (2001): Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza.

--- (2005): Ecce Homo, Madrid, Alianza.

Alarcón Viudes, Victor (2003): "Nietzsche y la filosofía del cristianismo" en El

Catoblepas (2003), número 19, septiembre, p. 17, versión digital:

http://nodulo.org/ec/2003/n019p17.htm

Bataille, Georges (1972): Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, Madrid, Taurus.

Ocampo, Alejandro (2004): "El hombre auténtico: Nietzsche y la Moral" en Razón

y palabra (2004), número 37, febrero-marzo, versión digital:

http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n37/aocampo.html.

Ríos, Rubén (2005): Friedrich Nietzsche y la vigencia del nihilismo, Buenos Aires,

Campo de Ideas.

Sánchez, Sergio (2009): "¿Por qué los póstumos son clave?" en Revista Ñ, versión

digital: http://www.revistaenie.clarin.com/notas/2009/02/28/-01867396.htm.

Valadier, Paul (1982): Nietzsche y la crítica del cristianismo, Madrid, Ediciones

Cristiandad.

 

Notas

 

1 En el Tratado Primero de La Genealogía de la moral Nietzsche analiza con espíritu histórico las expresiones "bueno (schlecht) y "malo" (gut), dejando en evidencia que originariamente (antes de la Guerra de los Treinta Años) dichos conceptos, siendo ya juicios valorativos, no se utilizaban entonces para designar la valoración de acciones, más bien tenían que ver con la distinción, específicamente con la distinción de rangos; las valoraciones se encontraban directamente relacionadas con determinadas formas de ser, concernían a cualidades y peculiaridades de los hombres y no correspondían necesariamente a determinadas acciones. El hombre aristocrático era el "bueno" que se diferenciaba del plebeyo, del simple, del "malo". Lo que más interesa dejar aquí en claro es lo siguiente: la forma de

valorar aristocrática, esto es, la moral noble, implica un decir sí a la vida, un reafirmar la vida. Sabemos de estos hombres, a través del análisis de Nietzsche, que eran dueños de una salud esplendorosa, la cual se hallaba en sintonía con una constitución física poderosa, permitiéndoles así desempeñarse en las actividades más fuertes (guerra, caza, aventuras, etc.). Pero tuvo que haber en la historia de la humanidad algo que haya hecho cambiar la forma de valorar aristocrática y ese algo fue el resentimiento. Aquí hay también una variación de concepto: tras la nueva valoración ya no rige el concepto "malo" (schlecht) sino "malvado" (böse) y con ello toda una nueva connotación ante la cual se enfrenta Nietzsche en tanto este cambio implica que la moral niega la vida, pues la relega a un ámbito artificial construido adrede para esconderla, para sacrificarla.

2 "El hombre no es, en modo alguno, la corona de la creación, todo ser está, junto a él, a idéntico nivel de perfección... Y al aseverar esto, todavía aseveramos demasiado: considerado de modo relativo, el hombre es el menos logrado de los animales, el más enfermizo, el más peligrosamente desviado de sus instintos- ¡desde luego, con todo esto, también el más interesante!" Nietzsche, Friedrich: El Anticristo, Alianza, Madrid, 2007, p. 43.

3 Nietzsche, Friedrich: El Anticristo, Alianza, Madrid, 2007, pp., 52-53.

4 El aforismo 14 del Tratado Primero de La genealogía de la moral resulta muy claro respecto de cómo las cualidades más nocivas del ser humano son transformadas, gracias al cristianismo, en "virtudes" para afirmar y someter "al débil", al hombre del resentimiento. Por ejemplo, la debilidad es transformada en mérito, la impotencia en bondad, la sumisión en obediencia, la cobardía en paciencia.

5 Nietzsche, Friedrich: Crepúsculo de los ídolos, Alianza, Madrid, 2001, p. 63.

6 Nietzsche, Friedrich: El anticristo, Alianza, Madrid, 2007, p. 49.

7 Alarcón Viudes, Victor: "Nietzsche y la filosofía del cristianismo", El Catoblepas, número 19, septiembre, 2003.

8 Valadier, Paul: Nietzsche y la crítica del cristianismo, Ediciones cristiandad, Madrid, 1982, p. 200.

9 Nietzsche, Friedrich: La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 2013, pp. 232-233.

10 Ocampos, Alejandro, "El hombre auténtico: Nietzsche y la moral", Razón y palabra, número 37, febrero-marzo, 2004.

11 Ocampos, Alejandro, "El hombre auténtico: Nietzsche y la moral", Razón y palabra, número 37, febrero-marzo, 2004.

 

 


lunes, 28 de julio de 2025

A cien años de "La raza cósmica" de José Vasconcelos

  

José Vasconcelos nació en Oaxaca (1882) y murió en la ciudad de México (1959). Fue Rector de la Universidad Nacional y Secretario de Educación Pública. En 1925 publicó en Madrid un ensayo denominado "La raza cósmica", en que analiza la historia humana a partir de los contactos y fusiones entre pueblos, otorgando un rol central a América Latina, por ser fruto de la confluencia de distintas razas y culturas. Se ofrece aquí un fragmento de la introducción de esa obra relevante en la tradición del pensamiento latinoamericano.


Para acceder a la "La raza cósmica" (completa):

https://www.ingenieria.unam.mx/dcsyhfi/material_didactico/Literatura_Hispanoamericana_Contemporanea/Autores_V/VASCONCELOS/RA.pdf


La tesis central del presente libro que las distintas razas del mundo tienden a mezclarse cada vez más, hasta formar un nuevo tipo humano, compuesto con la selección de cada uno de los pueblos existentes. Se publicó por primera vez tal presagio en la época en que prevalecía en el mundo científico la doctrina darwinista de la selección natural que salva a los aptos, condena a los débiles; doctrina que, llevada al terreno social por Gobineau, dio origen a la teoría del ario puro, defendida por los ingleses, llevada a imposición aberrante por el nazismo. Contra esta teoría surgieron en Francia biólogos como Leclerc du Sablon y Noüy, que interpretan la evolución en forma diversa del darwinismo, acaso opuesta al darwinismo. Por su parte, los hechos sociales de los últimos años, muy particularmente el fracaso de la última gran guerra, que a todos dejó disgustados, cuando no arruinados, han determinado una corriente de doctrinas más humanas. Y se da el caso de que aún darwinistas distinguidos viejos sostenedores del espencerianismo, que desdeñaban a las razas de color y a las mestizas, militan hoy en asociaciones internacionales que, como la UNESCO, proclaman la necesidad de abolir toda discriminación racial y de educar a todos los hombres en la igualdad, lo que no es otra cosa que la vieja doctrina católica que afirmó la actitud del indio para los sacramentos y por lo mismo su derecho de casarse con blanca o con amarilla. Vuelve, pues, la doctrina política reinante a reconocer la legitimidad de los mestizajes y con ello sienta las bases de una fusión interracial reconocida por el Derecho. Si a esto se añade que las comunicaciones modernas tienden a suprimir las barreras geográficas y que la educación generalizada contribuirá a elevar el nivel económico de todos los hombres, se comprenderá que lentamente irán desapareciendo los obstáculos para la fusión acelerada de las estirpes. Las circunstancias actuales favorecen, en consecuencia, el desarrollo de las relaciones sexuales internacionales, lo que presta apoyo inesperado a la tesis que, a falta de nombre mejor, titulé: de la Raza Cósmica futura. Queda, sin embargo, por averiguar si la mezcla ilimitada e inevitable es un hecho ventajoso para el incremento de la cultura o si, al contrario, ha de producir decadencias, que ahora ya no sólo serían nacionales, sino mundiales. Problema que revive la pregunta que se ha hecho a menudo el mestizo: "¿Puede compararse mi aportación a la cultura con la obra de las razas relativamente puras que han hecho la historia hasta nuestros días, los griegos, los romanos, los europeos?" Y dentro de cada pueblo, ¿cómo se comparan los periodos de mestizaje con los periodos de homogeneidad racial creadora?

(…)

Resulta entonces fácil afirmar que es fecunda la mezcla de los linajes similares y que es dudosa la mezcla de tipos muy distantes, según ocurrió en el trato de españoles y de indígenas americanos. El atraso de los pueblos hispanoamericanos, donde predomina el elemento indígena, es difícil de explicar, como no sea remontándonos al primer ejemplo citado de la civilización egipcia. Sucede que el mestizaje de factores muy disímiles tarda mucho tiempo en plasmar. Entre nosotros, el mestizaje se suspendió antes de que acabase de estar formado el tipo racial, con motivo de la exclusión de los españoles, decretada con posterioridad a la independencia. En pueblos como Ecuador o el Perú, la pobreza del terreno, además de los motivos políticos, contuvo la inmigración española. En todo caso, la conclusión más optimista que se puede derivar de los hechos observados es que aun los mestizajes más contradictorios pueden resolverse benéficamente siempre que el factor espiritual contribuya a levantarlos. En efecto, la decadencia de los pueblos asiáticos es atribuible a su aislamiento, pero también, y sin duda, en primer término, al hecho de que no han sido cristianizados. Una religión como la cristiana hizo avanzar a los indios americanos, en pocas centurias, desde el canibalismo hasta la relativa civilización.

(…)

Desde los primeros tiempos, desde el descubrimiento y la conquista, fueron castellanos y británicos, o latinos y sajones, para incluir por una parte a los portugueses y por otra al holandés, los que consumaron la tarea de iniciar un nuevo período de la Historia conquistando y poblando el hemisferio nuevo. Aunque ellos mismos solamente se hayan sentido colonizadores, trasplantadores de cultura, en realidad establecían las bases de una etapa de general y definitiva transformación. Los llamados latinos, poseedores de genio y de arrojo, se apoderaron de las mejores regiones, de las que creyeron más ricas, y los ingleses, entonces, tuvieron que conformarse con lo que les dejaban gentes más aptas que ellos. Ni España ni Portugal permitían que a sus dominios se acercase el sajón, ya no digo para guerrear, ni siquiera para tomar parte en el comercio. El predominio latino fue indiscutible en los comienzos. Nadie hubiera sospechado, en los tiempos del laudo papal que dividió el Nuevo Mundo entre Portugal y España, que unos siglos más tarde, ya no seria el Nuevo Mundo portugués ni español, sino más bien inglés. Nadie hubiera imaginado que los humildes colonos del Hudson y el Delaware, pacíficos y hacendosos, se irían apoderando paso a paso de las mejores y mayores extensiones de la tierra, hasta formar la República que hoy constituye uno de los mayores imperios de la Historia.

Pugna de latinidad contra sajonismo ha llegado a ser, sigue siendo nuestra época; pugna de instituciones, de propósitos y de ideales. Crisis de una lucha secular que se inicia con el desastre de la Armada Invencible y se agrava con la derrota de Trafalgar. Sólo que desde entonces el sitio del conflicto comienza a desplazarse y se traslada al continente nuevo, donde tuvo todavía episodios fatales. Las derrotas de Santiago de Cuba y de Cavite y Manila son ecos distantes pero lógicos de las catástrofes de la Invencible y de Trafalgar. Y el conflicto está ahora planteado totalmente en el Nuevo Mundo. En la Historia, los siglos suelen ser como días; nada tiene de extraño que no acabemos todavía de salir de la impresión de la derrota. Atravesamos épocas de desaliento, seguimos perdiendo, no sólo en soberanía geográfica, sino también en poderío moral. Lejos de sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños y vanos fines. La derrota nos ha traído la confusión de los valores y los conceptos; la diplomacia de los vencedores nos engaña después de vencernos; el comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua grandeza, nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos los unos a los otros. La derrota nos ha envilecido a tal punto, que, sin darnos cuenta, servimos los fines de la política enemiga, de batirnos en detalle, de ofrecer ventajas particulares a cada uno de nuestros hermanos, mientras al otro se le sacrifica en intereses vitales. No sólo nos derrotaron en el combate, ideológicamente también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia, vida desligada de sus hermanos, concertando tratados y recibiendo beneficios falsos, sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del continente. El despliegue de nuestras veinte banderas de la Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos, cada uno, de nuestro humilde trapo, que dice ilusión vana, y ni siquiera nos ruboriza el hecho de nuestra discordia delante de la fuerte unión norteamericana. No advertimos el contraste de la unidad sajona frente a la anarquía y soledad de los escudos iberoamericanos. Nos mantenemos celosamente independientes respecto de nosotros mismos; pero de una o de otra manera nos sometemos o nos aliamos con la Unión sajona. Ni siquiera se ha podido lograr la unidad nacional de los cinco pueblos centroamericanos, porque no ha querido darnos su venia un extraño, y porque nos falta el patriotismo verdadero que sacrifique el presente al porvenir. Una carencia de pensamiento creador y un exceso de afán critico, que por cierto tomamos prestado de otras culturas, nos lleva a discusiones estériles, en las que tan pronto se niega como se afirma la comunidad de nuestras aspiraciones; pero no advertimos que a la hora de obrar, y pese a todas las dudas de los sabios ingleses, el inglés busca la alianza de sus hermanos de América y de Australia, y entonces el yanqui se siente tan inglés como el inglés en Inglaterra. Nosotros no seremos grandes mientras el español de la América no se sienta tan español como los hijos de España. Lo cual no impide que seamos distintos cada vez que sea necesario, pero sin apartarnos de la más alta misión común. Así es menester que procedamos, si hemos de lograr que la cultura ibérica acabe de dar todos sus frutos, si hemos de impedir que en la América triunfe sin oposición la cultura sajona. Inútil es imaginar otras soluciones. La civilización no se improvisa ni se trunca, ni puede hacerse partir del papel de una constitución política; se deriva siempre de una larga, de una secular preparación y depuración de elementos que se transmiten y se combinan desde los comienzos de la historia. Por eso resulta tan torpe hacer comenzar nuestro patriotismo con el grito de independencia del padre Hidalgo, o con la conspiración de Quito; o con las hazañas de Bolívar, pues si no lo arraigamos en Cuauhtemoc y en Atahualpa no tendrá sostén, y al mismo tiempo es necesario remontarlo a su fuente hispánica y educarlo en las enseñanzas que deberíamos derivar de las derrotas, que son también nuestras, de las derrotas de la Invencible y de Trafalgar. Si nuestro patriotismo no se identifica con las diversas etapas del viejo conflicto de latinos y sajones, jamás lograremos que sobrepase los caracteres de un regionalismo sin aliento universal y lo veremos fatalmente degenerar en estrechez y miopía de campanario y en inercia impotente de molusco que se apega a su roca. Para no tener que renegar alguna vez de la patria misma es menester que vivamos conforme al alto interés de la raza, aun cuando éste no sea todavía el más alto interés de la Humanidad. Es claro que el corazón sólo se conforma con un internacionalismo cabal; pero en las actuales circunstancias del mundo, el internacionalismo sólo serviría para acabar de consumar el triunfo de las naciones más fuertes; serviría exclusivamente a los fines del inglés. Los mismos rusos, con sus doscientos millones de población, han tenido que aplazar su internacionalismo teórico, para dedicarse a apoyar nacionalidades oprimidas como la India y Egipto. A la vez han reforzado su propio nacionalismo para defenderse de una desintegración que sólo podría favorecer a los grandes Estados imperialistas. Resultaría, pues, infantil que pueblos débiles como los nuestros se pusieran a renegar de todo lo que les es propio, en nombre de propósitos que no podrían cristalizar en realidad. El estado actual de la civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de intereses materiales y morales, pero es indispensable que ese patriotismo persiga finalidades vastas y trascendentales. Su misión se truncó en cierto sentido con la Independencia, y ahora es menester devolverlo al cauce de su destino histórico universal. En Europa se decidió la primera etapa del profundo conflicto y nos tocó perder. Después, así que todas las ventajas estaban de nuestra parte en el Nuevo Mundo, ya que España había dominado la América, la estupidez napoleónica fue causa de que la Luisiana se entregara a los ingleses del otro lado del mar, a los yanquis, con lo que se decidió en favor del sajón la suerte del Nuevo Mundo. El "genio de la guerra" no miraba más allá de las miserables disputas de fronteras entre los estaditos de Europa y no se dio cuenta de que la causa de la latinidad, que él pretendía representar, fracasó el mismo día de la proclamación del Imperio por el solo hecho de que los destinos comunes quedaron confiados a un incapaz. Por otra parte, el prejuicio europeo impidió ver que en América estaba ya planteado, con caracteres de universalidad, el conflicto que Napoleón no pudo ni concebir en toda su trascendencia. La tontería napoleónica no pudo sospechar que era en el Nuevo Mundo donde iba a decidirse el destino de las razas de Europa, y al destruir de la manera más inconsciente el poderío francés de la América debilitó también a los españoles; nos traicionó, nos puso a merced del enemigo común. Sin Napoleón no existirían los Estados Unidos como imperio mundial, y la Luisiana, todavía francesa, tendría que ser parte de la Confederación Latinoamericana. Trafalgar entonces hubiese quedado burlado. Nada de esto se pensó siquiera, porque el destino de la raza estaba en manos de un necio; porque el cesarismo es el azote de la raza latina.

La traición de Napoleón a los destinos mundiales de Francia hirió también de muerte al Imperio español de América en los instantes de su mayor debilidad. Las gentes de habla inglesa se apoderan de la Luisiana sin combatir y reservando sus pertrechos para la ya fácil conquista de Texas y California. Sin la base del Misisipí, los ingleses, que se llaman asimismo yanquis por una simple riqueza de expresión, no hubieran logrado adueñarse del Pacifico, no serían hoy los amos del continente, se habrían quedado en una especie de Holanda trasplantada a la América, y el Nuevo Mundo sería español y francés. Bonaparte lo hizo sajón. Claro que no sólo las causas externas, los tratados, la guerra y la política resuelven el destino de los pueblos. Los Napoleones no son más que membrete de vanidades y corrupciones. La decadencia de las costumbres, la pérdida de las libertades públicas y la ignorancia general causan el efecto de paralizar la energía de toda una raza en determinadas épocas. Los españoles fueron al Nuevo Mundo con el brío que les sobraba después del éxito de la Reconquista. Los hombres libres que se llamaron Cortés y Pizarro y Albarazo y Belalcázar no eran césares ni lacayos, sino grandes capitanes que al ímpetu destructivo adunaban el genio creador. En seguida de la victoria trazaban el piano de las nuevas ciudades y redactaban los estatutos de su fundación. Más tarde, a la hora de las agrias disputas con la Metrópoli, sabían devolver injuria por injuria, como lo hizo uno de los Pizarros en un célebre juicio. Todos ellos se sentían los iguales ante el rey, como se sintió el Cid, como se sentían los grandes escritores del siglo de oro, como se sienten en las grandes épocas todos los hombres libres. Pero a medida que la conquista se consumaba, toda la nueva organización iba quedando en manos de cortesanos y validos del monarca. Hombres incapaces ya no digo de conquistar, ni siquiera de defender lo que otros conquistaron con talento y arrojo. Palaciegos degenerados, capaces de oprimir y humillar al nativo, pero sumisos al poder real, ellos y sus amos no hicieron otra cosa que echar a perder la obra del genio español en América. La obra portentosa iniciada por los férreos conquistadores y consumada por los sabios y abnegados misioneros fue quedando anulada. Una serie de monarcas extranjeros, tan justicieramente pintados por Velázquez y Goya, en compañía de enanos, bufones y cortesanos, consumaron el desastre de la administración colonial. La manía de imitar al Imperio romano, que tanto daño ha causado lo mismo en España que en Italia y en Francia; el militarismo y el absolutismo, trajeron la decadencia en la misma época en que nuestros rivales, fortalecidos por la virtud, crecían y se ensanchaban en libertad. Junto con la fortaleza material se les desarrolló el ingenio práctico, la intuición del éxito. Los antiguos colonos de Nueva Inglaterra y de Virginia se separaron de Inglaterra, pero sólo para crecer mejor y hacerse más fuertes. La separación política nunca ha sido entre ellos obstáculo para que en el asunto de la común misión étnica se mantengan unidos y acordes. La emancipación, en vez de debilitar a la gran raza, la bifurcó, la multiplicó, la desbordó poderosa sobre el mundo; desde el núcleo imponente de uno de los más grandes Imperios que han conocido los tiempos. Y ya desde entonces, lo que no conquista el inglés en las Islas, se lo toma y lo guarda el inglés del nuevo continente. En cambio, nosotros los españoles, por la sangre, o por la cultura, a la hora de nuestra emancipación comenzamos por renegar de nuestras tradiciones; rompimos con el pasado y no faltó quien renegara la sangre diciendo que hubiera sido mejor que la conquista de nuestras regiones la hubiesen consumado los ingleses. Palabras de traición que se excusan por el asco que engendra la tiranía, y por la ceguedad que trae la derrota. Pero perder por esta suerte el sentido histórico de una raza equivale a un absurdo, es lo mismo que negar a los padres fuertes y sabios cuando somos nosotros mismos, no ellos, los culpables de la decadencia.

De todas maneras las prédicas desespañolizantes y el inglesamiento correlativo, hábilmente difundido por los mismos ingleses, pervirtió nuestros juicios desde el origen: nos hizo olvidar que en los agravios de Trafalgar también tenemos parte. La injerencia de oficiales ingleses en los Estados Mayores de los guerreros de la Independencia hubiera acabado por deshonrarnos, si no fuese porque la vieja sangre altiva revivía ante la injuria y castigaba a los piratas de Albión cada vez que se acercaban con el propósito de consumar un despojo. La rebeldía ancestral supo responder a cañonazos lo mismo en Buenos Aires que en Veracruz, en La Habana, o en Campeche y Panamá, cada vez que el corsario inglés, disfrazado de pirata para eludir las responsabilidades de un fracaso, atacaba, confiado en lograr, si vencía, un puesto de honor en la nobleza británica. A pesar de esta firme cohesión ante un enemigo invasor, nuestra guerra de Independencia se vio amenguada por el provincialismo y por la ausencia de planes trascendentales. La raza que había soñado con el imperio del mundo, los supuestos descendientes de la gloria romana, cayeron en la pueril satisfacción de crear nacioncitas y soberanías de principado, alentadas por almas que en cada cordillera veían un muro y no una cúspide. Glorias balcánicas soñaron nuestros emancipadores, con la ilustre excepción de Bolívar, y Sucre y Petion el negro, y media docena más, a lo sumo. Pero los otros, obsesionados por el concepto local y enredados en una confusa fraseología seudo revolucionaria, sólo se ocuparon en empequeñecer un conflicto que pudo haber sido el principio del despertar de un continente. Dividir, despedazar el sueño de un gran poderío latino, tal parecía ser el propósito de ciertos prácticos ignorantes que colaboraron en la Independencia, y dentro de ese movimiento merecen puesto de honor; pero no supieron, no quisieron ni escuchar las advertencias geniales de Bolívar. Claro que en todo proceso social hay que tener en cuenta las causas profundas, inevitables, que determinan un momento dado. Nuestra geografía, por ejemplo, era y sigue siendo un obstáculo de la unión; pero si hemos de dominarlo, será menester que antes pongamos en orden al espíritu, depurando las ideas y señalando orientaciones precisas. Mientras no logremos corregir los conceptos, no será posible que obremos sobre el medio físico en tal forma que lo hagamos servir a nuestro propósito. En México, por ejemplo, fuera de Mina, casi nadie pensó en los intereses del continente; peor aun, el patriotismo vernáculo estuvo enseñando, durante un siglo, que triunfamos de España gracias al valor indomable de nuestros soldados, y casi ni se mencionan las Cortes de Cádiz, ni el levantamiento contra Napoleón, que electrizó a la raza, ni las victorias y martirios de los pueblos hermanos del continente. Este pecado, común a cada una de nuestras patrias, es resultado de épocas en que la Historia se escribe para halagar a los déspotas. Entonces la patriotería no se conforma con presentar a sus héroes como unidades de un movimiento continental, y los presenta autónomos, sin darse cuenta que al obrar de esta suerte los empequeñece en vez de agrandarlos.

Se explican también estas aberraciones porque el elemento indígena no se había fusionado, no se ha fusionado aún en su totalidad, con la sangre española; pero esta discordia es más aparente que real. Háblese al más exaltado indianista de la conveniencia de adaptarnos a la latinidad y no opondrá el menor reparo; dígasele que nuestra cultura es española y en seguida formular objeciones. Subsiste la huella de la sangre vertida: huella maldita que no borran los siglos, pero que el peligro común debe anular. Y no hay otro recurso. Los mismos indios puros están españolizados, están latinizados, como está latinizado el ambiente. Dígase lo que se quiera, los rojos, los ilustres atlantes de quienes viene el indio, se durmieron hace millares de años para no despertar. En la Historia no hay retornos, porque toda ella es transformación y novedad. Ninguna raza vuelve; cada una plantea su misión, la cumple y se va. Esta verdad rige lo mismo en los tiempos bíblicos que en los nuestros, todos los historiadores antiguos la han formulado. Los días de los blancos puros, los vencedores de hoy, están tan contados como lo estuvieron los de sus antecesores. Al cumplir su destino de mecanizar el mundo, ellos mismos han puesto, sin saberlo, las bases de un período nuevo, el periodo de la fusión y la mezcla de todos los pueblos. El indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la puerta de la cultura moderna, ni otro camino que el camino ya desbrozado de la civilización latina. También el blanco tendrá que deponer su orgullo, y buscará progreso y redención posterior en el alma de sus hermanos de las otras castas, y se confundirá y se perfeccionará en cada una de las variedades superiores de la especie, en cada una de las modalidades que tornan múltiple la revelación y más poderoso el genio.

En el proceso de nuestra misión étnica, la guerra de emancipación de España significa una crisis peligrosa. No quiero decir con esto que la guerra no debió hacerse ni que no debió triunfar. En determinadas épocas el fin trascendente tiene que quedar aplazado; la raza espera, en tanto que la patria urge, y la patria es el presente inmediato e indispensable. Era imposible seguir dependiendo de un cetro que de tropiezo en tropiezo y de descalabro en bochorno había ido bajando hasta caer en las manos sin honra de un Fernando VII. Se pudo haber tratado en las Cortes de Cádiz para organizar una libre Federación Castellana; no se podía responder a la Monarquía sino batiéndole sus enviados. En este punto la visión de Mina fue cabal: implantar la libertad en el Nuevo Mundo v derrocar después la Monarquía en España. Ya que la imbecilidad de la época impidió que se cumpliera este genial designio, procuremos al menos tenerlo presente. Reconozcamos que fue una desgracia no haber procedido con la cohesión que demostraron los del Norte; la raza prodigiosa, a la que solemos llenar de improperios, sólo porque nos ha ganado cada partida de la lucha secular. Ella triunfa porque aduna sus capacidades prácticas con la visión clara de un gran destino. Conserva presente la intuición de una misión histórica definida, en tanto que nosotros nos perdemos en el laberinto de quimeras verbales. Parece que Dios mismo conduce los pasos del sajonismo, en tanto que nosotros nos matamos por el dogma o nos proclamamos ateos. ¡Cómo deben de reír de nuestros desplantes y vanidades latinas estos fuertes constructores de imperios! Ellos no tienen en la mente el lastre ciceroniano de la fraseología, ni en la sangre los instintos contradictorios de la mezcla de razas disímiles; pero cometieron el pecado de destruir esas razas, en tanto que nosotros las asimilamos, y esto nos da derechos nuevos y esperanzas de una misión sin precedente en la Historia.

De aquí que los tropiezos adversos no nos inclinen a claudicar; vagamente sentimos que han de servirnos para descubrir nuestra ruta. Precisamente, en las diferencias encontramos el camino; si no más imitamos, perdemos; si descubrimos, si creamos, triunfaremos. 

La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización, con todos sus defectos, puede ser la elegida para asimilar y convertir a un nuevo tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el múltiple y rico plasma de la Humanidad futura. Comienza a advertirse este mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca a través del soldado que engendraba familia indígena y la cultura de Occidente por medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio en condiciones de generar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno. La colonización española creó mestizaje; esto señala su carácter, fija su responsabilidad y define su porvenir. El inglés siguió cruzándose sólo con el blanco, y exterminó al indígena; lo sigue exterminando en la sorda lucha económica, más eficaz que la conquista armada. Esto prueba su limitación y es el indicio de su decadencia. Equivale, en grande, a los matrimonios incestuosos de los Faraones, que minaron la virtud de aquella raza, y contradice el fin ulterior de la Historia, que es lograr la fusión de los pueblos y las culturas. Hacer un mundo inglés; exterminar a los rojos, para que en toda la América se renueve el norte de Europa, hecho de blancos puros, no es más que repetir el proceso victorioso de una raza vencedora. Ya esto lo hicieron los rojos; lo han hecho o lo han intentado todas las razas fuertes y homogéneas; pero eso no resuelve el problema humano; para un objetivo tan menguado no se quedó en reserva cinco mil años la América. El objeto del continente nuevo y antiguo es mucho más importante. Su predestinación obedece al designio de constituir la cuna de una raza quinta en la que se fundirán todos los pueblos, para reemplazar a las cuatro que aisladamente han venido forjando la Historia. En el suelo de América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes.

Y se engendrará de tal suerte el tipo síntesis que ha de juntar los tesoros de la Historia, para dar expresión al anhelo total del mundo. Los pueblos llamados latinos, por haber sido más fieles a su misión divina de América, son los llamados a consumarla. Y tal fidelidad al oculto designio es la garantía de nuestro triunfo. En el mismo período caótico de la Independencia, que tantas censuras merece, se advierten, sin embargo, vislumbres de ese afán de universalidad que ya anuncia el deseo de fundir lo humano en un tipo universal y sintético. Desde luego, Bolívar, en parte porque se dio cuenta del peligro en que caíamos, repartidos en nacionalidades aisladas, y también por su don de profecía, formuló aquel plan de federación iberoamericana que ciertos necios todavía hoy discuten. Y si los demás caudillos de la independencia latinoamericana, en general, no tuvieron un concepto claro del futuro, si es verdad que, llevados del provincialismo, que hoy llamamos patriotismo, o de la limitación, que hoy se titula soberanía nacional, cada uno se preocupó no más que de la suerte inmediata de su propio pueblo, también es sorprendente observar que casi todos se sintieron animados de un sentimiento humano universal que coincide con el destino que hoy asignamos al continente iberoamericano. Hidalgo, Morelos, Bolívar, Petion el haitiano, los argentinos en Tucumán, Sucre, todos se preocuparon de libertar a los esclavos, de declarar la igualdad de todos los hombres por derecho natural; la igualdad social y cívica de los blancos, negros e indios. En un instante de crisis histórica, formularon la misión trascendental asignada a aquella zona del globo: misión de fundir étnica y espiritualmente a las gentes. De tal suerte se hizo en el bando latino lo que nadie ni pensó hacer en el continente sajón. Allí siguió imperando la tesis contraria, el propósito confesado o tácito de limpiar la tierra de indios, mogoles y negros, para mayor gloria y ventura del blanco. En realidad, desde aquella época quedaron bien definidos los sistemas que, perdurando hasta la fecha, colocan en campos sociológicos opuestos a las dos civilizaciones: la que quiere el predominio exclusivo del blanco, y la que está formando una raza nueva, raza de síntesis, que aspira a englobar y expresar todo lo humano en maneras de constante superación. Si fuese menester aducir pruebas, bastaría observar la mezcla creciente y espontánea que en todo el continente latino se opera entre todos los pueblos, y por la otra parte, la línea inflexible que separa al negro del blanco en los Estados Unidos, y las leyes, cada vez más rigurosas, para la exclusión de los japoneses y chinos de California.

Los llamados latinos, tal vez porque desde un principio no son propiamente tales latinos, sino un conglomerado de tipos y razas, persisten en no tomar muy en cuenta el factor étnico para sus relaciones sexuales. Sean cuales fueren las opiniones que a este respecto se emitan, y aun la repugnancia que el prejuicio nos causa, lo cierto es que se ha producido y se sigue consumando la mezcla de sangres. Y es en esta fusión de estirpes donde debemos buscar el rasgo fundamental de la idiosincrasia iberoamericana. Ocurrirá algunas veces, y ha ocurrido ya, en efecto, que la competencia económica nos obligue a cerrar nuestras puertas, tal como lo hace el sajón, a una desmedida irrupción de orientales. Pero al proceder de esta suerte, nosotros no obedecemos más que a razones de orden económico; reconocemos que no es justo que pueblos como el chino, que bajo el santo consejo de la moral confuciana se multiplican como los ratones, vengan a degradar la condición humana, justamente en los instantes en que comenzamos a comprender que la inteligencia sirve para refrenar y regular bajos instintos zoológicos, contrarios a un concepto verdaderamente religioso de la vida. Si los rechazamos es porque el hombre, a medida que progresa, se multiplica menos y siente el horror del numero, por lo mismo que ha llegado a estimar la calidad. En los Estados Unidos rechazan a los asiáticos, por el mismo temor del desbordamiento físico propio de las especies superiores; pero también lo hacen porque no les simpatiza el asiático, porque lo desdeñan y serian incapaces de cruzarse con él. Las señoritas de San Francisco se han negado a bailar con oficiales de la marina japonesa, que son hombres tan aseados, inteligentes y, a su manera, tan bellos, como los de cualquiera otra marina del mundo. Sin embargo, ellas jamás comprenderán que un japonés pueda ser bello. Tampoco es fácil convencer al sajón de que si el amarillo y el negro tienen su tufo, también el blanco lo tiene para el extraño, aunque nosotros no nos demos cuenta de ello. En la América Latina existe, pero infinitamente más atenuada, la repulsión de una sangre que se encuentra con otra sangre extraña. Allí hay mil puentes para la fusión sincera y cordial de todas las razas. El amurallamiento étnico de los del Norte frente a la simpatía mucho más fácil de los del Sur, tal es el dato más importante y a la vez el más favorable para nosotros, si se reflexiona, aunque sea superficialmente, en el porvenir. Pues se verá en seguida que somos nosotros de mañana, en tanto que ellos van siendo de ayer. Acabarán de formar los yanquis el último gran imperio de una sola raza: el imperio final del poderío blanco. Entre tanto, nosotros seguiremos padeciendo en el vasto caos de una estirpe en formación, contagiados de la levadura de todos los tipos, pero seguros del avatar de una estirpe mejor. En la América española ya no repetirá la Naturaleza uno de sus ensayos parciales, ya no será la raza de un solo color, de rasgos particulares, la que en esta vez salga de la olvidada Atlántida; no será la futura ni una quinta ni una sexta raza, destinada a prevalecer sobre sus antecesoras; lo que de allí va a salir es la raza definitiva, la raza síntesis o raza integral, hecha con el genio y con la sangre de todos los pueblos y, por lo mismo, más capaz de verdadera fraternidad y de visión realmente universal. Para acercarnos a este propósito sublime es preciso ir creando, como si dijéramos, el tejido celular que ha de servir de carne y sostén a la nueva aparición biológica. Y a fin de crear ese tejido proteico, maleable, profundo, etéreo y esencial, será menester que la raza iberoamericana se penetre de su misión y la abrace como un misticismo.

Quizá no haya nada inútil en los procesos de la Historia; nuestro mismo aislamiento material y el error de crear naciones nos ha servido, junto con la mezcla original de la sangre, para no caer en la limitación sajona de constituir castas de raza pura. La Historia demuestra que estas selecciones prolongadas y rigurosas dan tipos de refinamiento físico, curiosos, pero sin vigor; bellos con una extraña belleza, como la de la casta brahmánica milenaria, pero a la postre decadentes. Jamás se ha visto que aventajen a los otros hombres ni en talento, ni en bondad, ni en vigor. El camino que hemos iniciado nosotros es mucho más atrevido, rompe los prejuicios antiguos, y casi no se explicaría, si no se fundase en una suerte de clamor que llega de una lejanía remota, que no es la del pasado, sino la misteriosa lejanía de donde vienen los presagios del porvenir. Si la América Latina fuese no más otra España, en el mismo grado que los Estados Unidos son otra Inglaterra, entonces la vieja lucha de las dos estirpes no haría otra cosa que repetir sus episodios en la tierra más vasta, y uno de los dos rivales acabaría por imponerse y llegaría a prevalecer. Pero no es ésta la ley natural de los choques, ni en la mecánica ni en la vida. La oposición y la lucha, particularmente cuando ellas se trasladan al campo del espíritu, sirven para definir mejor los contrarios, para llevar a cada uno a la cúspide de su destino, y, a la postre, para sumarlos en una común y victoriosa superación. La misión del sajón se ha cumplido más pronto que la nuestra, porque era más inmediata y ya conocida en la Historia; para cumplirla no había más que seguir el ejemplo de otros pueblos victoriosos. Meros continuadores de Europa, en la región del continente que ellos ocuparon, los valores del blanco llegaron al cenit. He ahí por qué la historia de Norteamérica es como un ininterrumpido y vigoroso allegro de marcha triunfal.

¡Cuán distintos los sones de la formación iberoamericana! Semejan el profundo scherzo de una sinfonía infinita y honda: voces que traen acentos de la Atlántida; abismos contenidos en la pupila del hombre rojo, que supo tanto, hace tantos miles de años, y ahora parece que se ha olvidado de todo. Se parece su alma al viejo cenote maya, de aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro del bosque, desde hace tantos siglos que ya ni su leyenda perdura. Y se remueve esta quietud de infinito con la gota que en nuestra sangre pone el negro, ávido de dicha sensual, ebrio de danzas y desenfrenadas lujurias. Asoma también el mogol con el misterio de su ojo oblicuo, que toda cosa la mira conforme a un ángulo extraño, que descubre no sé qué pliegues y dimensiones nuevas. Interviene asimismo la mente clara del blanco, parecida a su tez y a su ensueño. Se revelan estrías judaicas que se escondieron en la sangre castellana desde los días de la cruel expulsión; melancolías del árabe, que son un dejo de la enfermiza sensualidad musulmana; ¿quién no tiene algo de todo esto o no desea tenerlo todo? He ahí al hindú, que también llegará, que ha llegado ya por el espíritu, y aunque es el último en venir parece el más próximo pariente. Tantos que han venido y otros más que vendrán, y así se nos ha de ir haciendo un corazón sensible y ancho que todo lo abarca y contiene, y se conmueve; pero henchido de vigor, impone leyes nuevas al mundo. presentimos como otra cabeza, que dispondrá de todos los ángulos, para cumplir el prodigio de superar a la esfera.


lunes, 29 de julio de 2024

Adriana Arpini: el ser humano a la intemperie

 

 

Entrevista realizada y publicada por Unidiversidad, sistema de medios de la Universidad Nacional de Cuyo, con ocasión de las Jornadas de Filosofía que se desarrollaron en la Facultad de Filosofía y Letras los días 26, 27 y 28 de octubre de 2022.

https://www.unidiversidad.com.ar/la-crisis-actual-o-el-ser-humano-a-la-intemperie-y-en-busca-de-respuestas

 

¿Por qué este es un tiempo de intemperie para el ser humano?

 

Si lo pensamos con una proyección histórica no demasiado larga, el siglo XX es un siglo en el que por primera vez se producen catástrofes humanas, y en el que aparece esta lucha por el control del poder mundial y esa lucha llevó a desarrollos científicos tecnológicos que permiten, por ejemplo, tener un arsenal atómico que haría posible la destrucción de la humanidad no una vez, sino varias veces, vivimos un tiempo en que el riesgo de la destrucción total está presente y eso hay que ponerlo en conceptos. Estamos en un tiempo de intemperie, porque los conceptos que teníamos y vienen de la tradición, o hay que redefinirlos o hay que crear conceptos nuevos para poder interpretar este tiempo. Para la filosofía es una tarea ineludible, porque tenemos que asumir nuestro propio tiempo, Hegel decía algo en que tenía razón y es que la filosofía consiste en poner el propio tiempo en conceptos.

 

¿La filosofía cumple con esa tarea?

 

A veces sí y a veces no. Sí la cumple cuando se trata de una reflexión filosófica viva, que se hace cargo de esos problemas, pero también la filosofía adopta formas academicistas que se apartan de eso, que no hay que restarles importancia porque la tienen, pero el problema es cuando esos esfuerzos por hacer una exégesis hiper detallada de un texto no se pueden volcar a la reflexión acerca de lo que nos está pasando; ahí hay un corte entre la academia y la vida de la filosofía.

 

Usted planteó que en este tiempo la pregunta central no es qué es el ser humano sino cuál es su valor. ¿Por qué?

 

Sí, porque la pregunta de la antropología clásica es que es el hombre y se suele decir que esa pregunta sintetiza muchas otras preguntas, que tiene su lugar de enunciación propio en la modernidad y más precisamente en la Ilustración, donde el centro de las preocupaciones era conocer lo que es el hombre, que da pie al desarrollo de toda la ciencia humanas. Sin embargo, esa pregunta va acompañada de otra que es cuál es el valor del hombre, que es una pregunta axiológica. Desde esa perspectiva, uno empieza a ver que hay otras cosas a las cuales atender, que no es solamente la actividad racional del hombre puesta en el conocimiento, sino también los valores, la afectividad, las intuiciones, las relaciones y todo lo que tiene que ver con ellas, entonces ahí se empieza a ampliar un poco el panorama y ya no es una cuestión meramente antropocéntrica, en el sentido de definir al sujeto como sujeto racional.

 

De cybors y prioridades


Frente a esta realidad del ser a la intemperie, usted planteó la necesidad de abrir caminos que se aparten de las posiciones extremas. ¿Por qué?

 

Como en todas las cosas, siempre hay posiciones que son extremadamente optimistas y otras extremadamente pesimistas. Hay una forma de optimismo que me parece ingenua, dice que para resolver los problemas que nos ha causado el desarrollo científico tecnológico de la mano del desarrollo del capitalismo, tenemos que hacer más desarrollo científico tecnológico, pero ese desarrollo también tiene como destino la acumulación, entonces estamos en la misma. Es un optimismo que en todo caso podrá retrasar, pero no modificar, porque el esquema del cual se parte es exactamente el mismo. Y después está el pesimismo total, de que nada se puede hacer. Me parece que hay que ir por una vía que, sin negar el desarrollo científico tecnológico, pueda pensar formas de encarar ese desarrollo, de fijar prioridades, que pongan el norte en la realización de la vida.

 

¿Por qué es necesario fijar prioridades?

 

No está mal que haya cybor, el problema es que la cultura cybor y los desarrollos científico tecnológicos se orientan al mercado, porque quiénes se van a beneficiar de esos desarrollos, los que puedan, los que tengan el dinero para poder hacerlo. Por ejemplo, un implante que mejore la capacidad intelectual, quién va a poder acceder a eso, de qué manera se va a distribuir el trabajo en una época en la que eso sea posible, quiénes van a ser amos y quienes esclavos. Es decir, si seguimos dentro de la misma estructura fijada por la acumulación y la producción de mercancía todos esos que podrían ser beneficios para la humanidad van a seguir provocando injusticias.

 

¿En el mismo sentido, cómo se fijan prioridades respecto del cuidado del medio ambiente, cuando el extractivismo es un modelo al que se sigue apostando?

 

A mí lo que me preocupa es formar gente que tenga sensibilidad para eso y ojalá que puedan ocupar lugares de decisión donde esas cosas se puedan discutir. De hecho, hay pasos que se van dando, por ejemplo, cuando la constitución boliviana habla de los derechos de la tierra o los derechos de la naturaleza o cuando en Mendoza fue el tema del agua y hubo oposición a la reforma (de la ley 7722), me parece que esas son tomas de conciencia y pasos que se van dando.

 

¿Los movimientos ecológicos, la toma de conciencia sobre el cuidado del planeta van en el mismo sentido?

 

A mí lo que me parece interesante es que esos posicionamientos no cierren la posibilidad de pensar, sino que abran posibilidades. Me parece interesante que cualquiera sea el tipo de lectura que se haga, si eligen ser vegetarianos o veganos no se cierren en eso, porque entonces también se bloquea la posibilidad de pensar futuros posibles. Cuando aparece una idea como la única que nos va a salvar, siempre se están bloqueando otras posibilidades. Entonces, es interesante, es bueno, pero que se pueda dialogar, que puedan abrir perspectivas, que no signifiquen nuevas formas de cerrazón.

 

La sabiduría de la vida cotidiana


Usted planteó que existen saberes de la vida cotidiana que la academia debe escuchar. ¿Por qué?

 

Ahí hay una sabiduría que hay que explorar, que desde la perspectiva de la ciencia occidental ha sido dejada de lado, era solamente objeto de investigación, pero no se pensaba que desde ahí procedían formas de sabiduría también. Cuando yo decía que había una cuestión abismal, el abismo es un límite, entonces de este lado están las formas de conocimiento reconocidas como la ciencia, la filosofía, incluso la teología, que pueden tener diferencias entre sí, pero que al fin y al cabo monopolizan la razón; y del otro lado hay supersticiones, mitos y todo eso parece que tiene menos valor. Sin embargo, en las narraciones, en la medida que son recuperadas por arqueólogos y antropólogos culturales, muestran que hay formas de sabiduría que coexisten con la ciencia. Entonces, la imposibilidad de ver la coexistencia, de pensar que nos podemos nutrir de estas formas de sabiduría para resolver los problemas contemporáneos, eso es el abismo. Tender puentes por sobre el abismo permitiría tener otra mirada, otra forma de encarar no solamente los problemas, sino también la forma de presentar los problemas, cómo preguntar.

 

¿Si me permite una pregunta personal, a qué se aferra en estos tiempos de intemperie?

 

A lo personal y lo cotidiano, uno se agarra de los afectos y también hay que hacer una reflexión sobre eso. Desde las epistemologías feministas se recupera toda esa dimensión de los afectos no solamente para la vida cotidiana, sino para pensar el desarrollo científico, para pensar la organización política y los problemas contemporáneos.

 

¿Esas visiones feministas brindan esperanza?

 

Sí, creo que hay que prestar mucha atención no solo a los feminismos más clásicos, sino a los feminismos comunitarios, a los que surgen de los problemas de las mujeres en las comunidades. Las mujeres de las comunidades no se ponen a escribir “papers”, pero en las entrevistas o cada vez que pueden van manifestando cuáles son los ordenadores de su visión de la vida y esos criterios funcionan para la vida, entonces uno que está en la academia tiene que escuchar esas cosas, no ir a decirles cómo tienen que pensar, sino que es al revés, hay que escuchar.